Mi abuelo dice que, cuando era joven, se encontró en el desierto con un niño rubio que decía venir de otro planeta. Lo llamaba Principito y era un muchacho que cuidaba con mucho recelo una rosa, hasta que mi abuelo le perdió la pista cuando, caminando por el desierto, el Principito fue mordido por una serpiente.
Mi madre no creía en las historias de mi abuelo. Había sido aviador y tuvo un accidente que lo dejó varado durante muchos días en mitad del desierto, solo, así que mi madre decía que el Principito fue producto de su imaginación, porque estaba desesperado y se encontraba muy solo.
—Mi madre dice que te inventas las historias del Principito, abuelo —le dije un día—. Que tienes mucha imaginación.
—¿Y dice que tengo mucha imaginación como si fuera algo malo? —preguntó mi abuelo.
—Sí, algo así.
—¡Ja! La imaginación es lo mejor que podemos tener. Es nuestro salvavidas. ¡Porque la imaginación puede ser cualquier cosa! —Mi abuelo rio y se marchó de la habitación, como si buscara algo. Al poco rato volvió con un cuaderno viejo y lleno de polvo.
—¿Qué es eso, abuelo?
—Es el cuaderno en el que dibujaba cuando era pequeño. Mira, mira este dibujo —dijo mi abuelo, señalando un extraño dibujo—. Es mi dibujo favorito. ¿Te asusta?
—¿Por qué debería asustarme? —pregunté yo—. Sólo es un dinosaurio tomando el sol.
—¿Tú crees? Los adultos me decían que era un sombrero. ¡Pero en realidad es una boa que se ha comido un elefante!
—¡Tú eres adulto, abuelo! —dije yo, riendo.
—¡Nunca! ¡Yo siempre seré un niño!
—¡Yo soy una niña, tú no!
—Bueno, lo importante es ser siempre un niño en tu corazón. ¿Sabes por qué?
—¿Por qué?
—Porque cuando te conviertes en adulto, te marchitas. Como las flores. Las flores viven muchos años porque disfrutan del sol, del agua y de las canciones. Pero cuando se centran en otras cosas menos importantes, agachan la cabeza y se acaban marchitando. Y lo más triste es que mueren sin volver a ver el sol.
—Tú y tus metáforas con rosas —dijo una voz a lo lejos, en el salón.
—¡Anda! ¿Ya has venido, Elenio? —preguntó mi abuelo. En la habitación apareció un muchacho joven, de piel tan blanca como un folio esperando a que lo pintasen. Tenía el pelo rubio, amarillo como el sol, y unos ojos azules tan intensos como el cielo. Era el cuidador de mi abuelo.
—¡Hola, Elenio!
—¡Anda, si está aquí la princesita! —dijo él—. Hoy iba a cuidar el jardín de tu abuelito, que me ha pedido ayuda. Pero no puedo hacerlo solo. ¿Me ayudarás a cuidar de las flores de tu abuelo!
—¡Sí! —dije yo, entusiasmada. Me levanté y fui corriendo al jardín mientras Elenio le ponía la tele a mi abuelo y le decía que luego de cuidar las flores, le prepararía algo de cenar. Luego, vino al jardín y comenzamos a cuidar de las flores.
El jardín de mi abuelo estaba repleto de plantas exóticas. Desde que conoció al Principito y vio su obsesión con una rosa, mi abuelo se aficionó a la jardinería. Decía que quería encontrar una rosa tan bella como aquella, pero nunca lo consiguió.
Lo que sí logró encontrar fue una hermosa flor de cada país y cada continente. Cada una de esas flores contaba una historia de su lugar de origen y a Elenio le gustaba mucho contármelas todas. Elenio era un experto jardinero que se dedicaba a ir de casa en casa cuidando las flores de las personas. En todas las casas había flores y plantas, pero la mayoría de las personas no sabía cómo cuidarlas.
—¿Dónde has estado hoy, Elenio? —le pregunté. Me encantaba que me contase historias sobre las casas que visitaba. Cada casa era un mundo propio, con su forma de dividir las habitaciones, las familias que allí vivían, cómo se iluminaban… Un mismo edificio podía tener casas de lo más diferentes entre sí y eso me parecía fascinante.
Eran como si cada edificio fuese una galaxia y cada casa fuera un pequeño planeta.
—¡Uy, hoy ha sido un día muy duro! Primero he ido a la casa de un hombre que era muy, muy mandón y vanidoso. Nada más entrar me ha ordenado que hiciera las cosas exactamente como me decía o si no, ¡me echaría de su casa! Y no me ha preguntado nada sobre mí.
Ni qué tal estaba, ni cómo iban sus plantas, ni cuál es mi historia… Nada. Sólo me hablaba de él. De hecho, no sé ni siquiera si estaba hablando conmigo o no. Sólo sé que hablaba de lo exitoso que era y de lo ocupado que estaba como para cuidar las plantas.
Pero me ha contado que, como una vez leyó que es bueno hablar con las plantas, las hablaba mucho sobre su trabajo, sus éxitos, cómo siempre estaba tan ocupado… Y las plantas estaban vivas, pero un poco marchitas. Porque no se preocupaba por ellas, sólo por sí mismo.
—¡Vaya!
—Luego he ido a la casa de una mujer que tenía muchísimas plantas. Muchísimas. Pero todas fatal, muy marchitas, algunas ya estaban muertas las pobres porque ni las regaba, ni las cuidaba ni nada, sólo las tenía ahí.
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