Érase una vez, una joven sirenita llamada Ariel. Cualquiera habría dicho que al tener siete hermanas y ser la hija de Tritón, el rey del océano, estaría eclipsada, pero nada más lejos; Ariel tenía una voz que cautivaba a todos los marineros que navegaban por el mar. Las sirenas tenían por costumbre salir a la superficie de vez en cuando a cantar para despistar a los marineros y proteger así a sus amigos animales, y ninguna voz se igualaba a la de Ariel.
No había marinero que se resistiese a los cánticos de Ariel. Su dulce voz, que resonaba entre la niebla cuando salía a la superficie, hacía que todos los navegantes se despistaran y se perdieran de su rumbo, recorriendo kilómetros de océano antes de volver a tierra y no plantearse volver nunca más al mar y a seguir con las prácticas abusivas de pesca. Sin embargo, Ariel se había encontrado con un problema que nunca se pudo imaginar: un marinero que no mostraba el menor interés en su preciosa voz.
La curiosidad podía con Ariel, que alguna vez se había aventurado de más hacia la superficie para saber más de aquel hombre. Eric, como lo llamaban sus compañeros, era un marinero solitario que no hablaba nunca con nadie. Gesticulaba mucho y cuando lo hacía, su melena morena le tapaba su sonrisa amable. Sin embargo, cuando navegaba, se convertía en un hombre serio y dedicado que no reaccionaba a los cánticos de Ariel.
La muchacha cantaba y cantaba, y los compañeros de Eric la escuchaban cautivados, pero él seguía observando fijamente el horizonte, siguiendo su rumbo antes de volver a tierra y regresar días después al mar.
La princesa del océano, indignada porque Eric no reaccionaba a sus cánticos, decidió acudir a la hermana de su padre: su tía, Úrsula, la “hechicera del mar”. En el océano la llamaban así porque recurría a pociones para transformar la realidad pero siempre con condiciones.
—¿Y qué necesitas de mí, sobrina? —preguntó Úrsula cuando se encontró con Ariel, que la había pedido reunirse con ella.
—Verás, tía, en la superficie hay un marinero que no reaccione a mis cantos.
—¡Imposible! —dijo Úrsula, sorprendida.
—Así es —afirmó Ariel—. Quiero alejar a los humanos del mar, pero no puedo alejar a este hombre. Y esta situación me quita el sueño por las noches. Si no puedo proteger el océano, ¿acaso valgo como sirena? ¿Vale de algo una sirena que no puede proteger su reino con sus cánticos?
—Eres la sirena que mejor canta de todo el océano, Ariel, y lo sabes —la tranquilizó Úrsula.
—¿Y por qué ese marinero no reacciona?
—La verdad es que no encuentro ninguna explicación —dijo Úrsula—, pero se me ocurre una idea. ¿Qué te parece si te envío a la superficie? Puedo convertir tu cola de sirena en un par de piernas para que te acerques a ese marinero y averiguar por qué ignora tus cantos de sirena.
—¿Y cuál sería el precio? —preguntó Ariel, preocupada.
—El precio será tu ambición —dijo Úrsula—. Puedes regresar al mar cuando quieras, hayas cumplido o no con tu misión. Pero, si no lo haces antes de mañana, te quedarás como humana para siempre y nunca más podrás volver al océano.
—Lo haré —dijo Ariel, convencida—. Estaré aquí antes de mañana. Pero no se lo cuentes a mi padre, porque no me dejaría ir a la superficie. ¿Me lo prometes?
—Te lo prometo, Ariel —dijo Úrsula, y le dio un abrazo a su sobrina. Luego, fue al caldero donde tenía sus pociones y le dio la indicada a Ariel. Antes de que ésta pudiera tragársela, su tía le dijo:— Ten mucho cuidado allí arriba, Ariel. Y no dejes que tu ambición te ciegue.
—Tranquila, tía. Un día, lo primero —dijo, y entonces bebió la poción y notó cómo sus aletas se transformaban y comenzaba a quedarse sin aire. Úrsula la ayudó a subir a la superficie y la dejó en la orilla de la playa. Luego, se despidió de su sobrina y observó, preocupada, cómo se adentraba en el mundo de los humanos caminando de forma torpe.
Ariel observaba el extraño estilo de vida de los humanos. Utilizaban tridentes en miniatura para devorar a sus amiguitos marinos. Eso le hacía sentirse muy indignada. Se movían de un lado a otro en artefactos extraños con ruedas y que los animales terrestres empujaban. Algunos humanos tenían una parcela de naturaleza y árboles celosamente encerrados entre barreras de madera. Ahí dentro cortaban los árboles que reservaban para sí mismos y encerraban también a algunos animales terrestres.
Ariel no comprendía a los humanos. Su relación con la naturaleza consistía en adaptarlala sus propias necesidades, en lugar de a respetarla tal y como era. Estaba sumida en sus rabiosos pensamientos cuando, sin querer, tropezó con un hombre con el pelo blanco, producto de la edad.
—Disculpe, señorita —dijo el hombre—. ¿Está bien?
Ariel asintió y se sorprendió cuando pudo reconocer a ese hombre. No sabía cómo se llamaba, pero sí que era un compañero inseparable de Eric, el marinero al que estaba buscando. Muchas veces lo había visto a su lado mientras Eric no reaccionaba a sus cánticos; de hecho, ese hombre había quedado embelesado más de una vez por la voz de la sirena.
—Sí, es que estoy buscando a alguien… —dijo Ariel, pensando en la posibilidad de que aquel hombre pudiera llevarle hasta Eric.
—¿A quién busca?
—A un marinero con el cabello moreno, alto. Creo que se llama Eric.
—¡Ah, Eric! —dijo el hombre, entusiasmado—. Le conozco, le conozco. Soy su ayudante.
—¿Ayudante?
—Sí, puede valerse por sí solo, pero creemos que es mejor que cuente con mi ayuda, por si acaso —dijo el hombre. Ariel no sabía a qué se refería, pero le siguió el juego con una sonrisa—. ¿De qué le conoce?
—Soy… Una conocida suya. Vengo de otro pueblo que está lejos de aquí. No conozco muy bien la zona y estaba observando las costumbres de este lugar.
—Venga conmigo, le llevaré hasta Eric —dijo el hombre, ofreciendo a Ariel su brazo al ver que le costaba un poco caminar. La muchacha dijo entre risas que había sido un viaje muy largo y estaba cansada. El hombre jamás pudo imaginar que se trataba de una sirena disfrazada.
Ariel seguía observando las costumbres de aquel lugar, todavía enfadada por lo que hacían con la naturaleza. El ayudante de Eric, que vio la rabia en su mirada, preguntó el motivo de ésta y Ariel contestó que no le parecía bien que se hicieran dueños de la naturaleza, cortando árboles y domesticando animales.
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Todos somos diferentes, todos somos útiles, todos podemos ayudar a los demás. Ariel se deja llevar por la curiosidad para descubrir una maravillosa razón por la cual todos somos especiales. Esta historia habla del interés por guardar nuestros entornos naturales des del punto de vista de alguien que ve como vivimos por primera vez ayudando a comprender el mundo que hemos creado.
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