Érase que se era, un muchacho muy inquieto e inteligente. Tenía 14 años, pero era de complexión delgada y muy bajito, incluso para su edad. En su clase, todos los niños y niñas le sacaban una o dos cabezas y era el más pequeño con diferencia entre todos sus compañeros. Por eso, todo el mundo le llamaba Pulgarcito.
Pulgarcito se crio en una casa sencilla, con una familia humilde. Tenía tres hermanos y tres hermanas, por lo que en su familia se gastaban más dinero en comida y ropa que en otras cosas, pero vivían bien y eran muy felices. Su familia estaba muy unida y siempre se animaban los unos a los otros a la hora de perseguir sus sueños. Al menos, todo lo que se podía. Y es que el pequeño Pulgarcito, a pesar de su estatura, tenía un gran sueño: jugar al baloncesto.
—Pero eres muy bajito para jugar al baloncesto —decía su padre.
—¡Eso, eres un retaco! —se burlaban sus hermanos.
—¿Y qué importa ser bajito para jugar al baloncesto? —decía Pulgarcito, siempre animado—. Seguro que ha habido muchos jugadores en la historia que han sido más bajitos de lo que creéis.
—Y nadie habla de ellos —insistían sus hermanos—. Se habla de Michael Jordan, Kobe Bryant, Magic Johnson… Y esos tres miden como dos metros. ¡Tú sólo mides un metro cuarenta!
—Pero hacen falta muchas cualidades para jugar al baloncesto, no sólo la altura —seguía Pulgarcito—. No puedo alargarme, pero puedo ser rápido, ser hábil, ser inteligente…
—Cariño, nosotros te apoyamos en todo lo que quieras hacer —decía su madre, tranquila—. Pero ten en cuenta que siempre tiene que haber un plan B. Ya sabes, por si el plan A no sale bien y necesitas un respaldo. Puedes esforzarte todo lo que quieras para cumplir tus sueños, pero no despegues demasiado los pies del suelo.
—¡Los despegaré para meter las mejores canastas! —clamaba Pulgarcito, noche tras noche, día tras día.
Y así hacía Pulgarcito, con su balón de baloncesto que llevaba siempre encima. En cuanto tenía tiempo, se iba a entrenar a las pistas del barrio, a echar canastas y a correr durante toda la tarde. Sudaba y sudaba, pero nunca dejaba de correr. Y mientras entrenaba, estudiaba duro para fortalecer también su cerebro, leyendo e investigando porque destacaba, sobre todo, por su gran inteligencia.
Pulgarcito, después de mucho meditarlo, se animó a apuntarse al equipo de baloncesto de su instituto. Así que fue a hablar con el entrenador, pero él le rechazó sin pensárselo dos veces.
—Lo siento, chaval, pero eres demasiado bajito. No sabría ni dónde colocarte. No eres lo suficientemente alto para saltar a canasta ni tampoco para bloquear a los rivales. ¿Qué iba a hacer contigo en el equipo?
—¡Déjeme demostrarle de lo que soy capaz! —pedía Pulgarcito—. ¡He estado entrenando mucho! ¡Me paso las tardes entrenando y corriendo!
—Pero no basta con correr y entrenar. A lo mejor puedes ser velocista, pero no jugador de baloncesto. Para jugar al baloncesto necesitas más que correr y entrenar.
—Pero si me diera una oportunidad, se daría cuenta de que puedo ser un jugador de baloncesto más.
El entrenador reflexionó un poco, viendo que Pulgarcito era muy insistente.
—Vale, hagamos un trato —dijo el entrenador—. Te acepto en el equipo, pero serás el recogepelotas. Te encargarás del material, del agua, de las toallas… De todo lo que necesiten los jugadores. Y a cambio, te dejaré ver los partidos que jugamos, cómo entrenamos y qué es lo que hace falta para ser jugador de baloncesto.
—¡Sí, señor! —gritó Pulgarcito, con entusiasmo.
—Entonces, ven a la pista del patio mañana después de las clases. Entrenamos los lunes, los miércoles y los viernes, y jugamos los sábados.
—¡Aquí estaré! —dijo Pulgarcito, y se fue corriendo a casa, entusiasmado. Le contó las buenas noticias a su familia, que se alegraron mucho por él sus hermanos más mayores, en silencio, desearon que la experiencia le enseñase a Pulgarcito que el baloncesto era un sueño de niños.
***
Pulgarcito acudió a la pista del patio después de las clases. Allí se encontró con el entrenador, que estaba esperando al resto de miembros del equipo. Poco a poco, un grupo de chavales, algunos de estatura media y otros más altos, aparecieron frente a ellos. Destacaba un muchacho muy alto y muy robusto, de cabello corto y mirada desafiante.
—Ese es nuestro jugador estrella —dijo el entrenador a Pulgarcito, viendo cómo miraba al muchacho—. Le llamamos Gigante. Es el más alto, el más fuerte y el mejor de todos. Todos los balones que caen en sus manos acaban en la canasta. Si quieres ser jugador de baloncesto algún día, tienes que parecerte a él.
—¡Puedo parecerme a él! —exclamó Pulgarcito, con su cuerpo delgado y su metro cuarenta.
—No sé yo. A ver, chicos —dijo el entrenador, ahora dirigiéndose al equipo—. Este es el nuevo recogepelotas. Se encargará del material, de vuestro vestuario y de daros agua. Así que tratadlo bien, como si fuera uno más.
El equipo asintió y el entrenador se ausentó un momento mientras se preparaban para comenzar a entrenar. Entonces, Gigante, junto al resto de los chicos, se acercó a Pulgarcito con aire desafiante.
—¡Pero mira quién es! —dijo—. ¡El pequeño Pulgarcito! ¿Qué haces aquí?
—Quiero formar parte del equipo —dijo Pulgarcito.
—¿Tú? ¡Pero si eres un retaco! ¿Qué vas a hacer tú jugando al baloncesto? ¿Vas a ser la pelota? —rio Gigante, y todos se rieron con él.
—Voy a aprender de vosotros para convertirme en un gran jugador. Voy a ser mucho mejor que tú, Gigante —prometió Pulgarcito.
—Sigue soñando, enano —dijo Gigante, y se fue con el resto del equipo a entrenar cuando volvió el entrenador.
Pulgarcito observó el entrenamiento con atención. Ese, el siguiente, el siguiente, cada partido, cada entrenamiento, observó y aprendió todo lo que pudo. Sus compañeros aprovechaban que era el recogepelotas para darle más trabajo del necesario y le humillaban por ser bajito y no jugar con ellos al baloncesto. Pero Pulgarcito, que estaba por encima de esos comportamientos, seguía acudiendo a los entrenamientos fielmente. El entrenador estaba muy sorprendido de seguir viéndole por allí, pensando que se rendiría y se aburriría, pero no era así. En su lugar, Pulgarcito seguía con su puesto de recogepelotas, dando agua y toallas a sus compañeros cuando lo pedían y observando en cada entrenamiento y cada partido. De hecho, incluso le aconsejó alguna vez al entrenador con estrategias que resultaron funcionar muy bien.
Esas estrategias fueron las que ayudaron al equipo a mejorar mucho, alcanzando grandes puestos en los campeonatos. El entrenador pedía a los miembros del equipo que le dieran las gracias a Pulgarcito por haber ayudado en sus victorias, y algunos de esos miembros ya aceptaban a Pulgarcito como uno más y se disculparon con él por haberle tratado mal. Pero no era el caso de Gigante.
—¿Quién te crees que eres, enano? —dijo Gigante un día, amenazando a Pulgarcito—. ¿Te crees que puedes venir aquí y decirnos lo que tenemos que hacer?
—Sólo le digo al entrenador lo que veo para que lo corrija y podáis ganar, nada más.
—No necesitamos que nos des lecciones.
—Yo diría que sí. De hecho, tú el que más. Tienes muchos fallos, Gigante. Y es normal, estás aprendiendo. Si los corrigieras, serías un jugador más excelente de lo que ya eres.
—No voy a tolerar que un retaco como tú me diga cómo jugar al baloncesto —contestó Gigante, muy enfadado.
—A ti lo que te fastidia es que sabes que yo sería mejor jugador que tú —dijo Pulgarcito.
—Podría usarte de pelota ahora mismo, así que cuidado con lo que dices.
—¿Y si hacemos una apuesta? —dijo Pulgarcito, mientras el resto de sus compañeros observaban la pelea, sorprendidos—. Te doy diez minutos para que encestes. Lo que dura un tiempo en un partido. Yo seré el defensa.
—¡Menudo plan! Vas a caer a los diez segundos, más bien.
—Si tan seguro estás, acepta la apuesta. Si gano yo, le dirás al entrenador que soy un buen jugador para que me acepte en el equipo.
—Ya, claro. ¿Y si gano yo?
—¿Qué quieres que haga?
—Que te vayas del equipo y no vuelvas.
—Vale, trato hecho. ¿Empezamos?
—¡Cuando quieras, enano!
Gigante cogió la pelota y se situó en el centro del campo. Pulgarcito se colocó frente a él y Gigante se rio porque podía ver perfectamente la canasta por encima de su cabeza.
—Vas a morder el polvo, enano —dijo y, con habilidad, botó el balón y se dirigió a canasta. El balón botó y botó, y Gigante fue a entrar a canasta, pero entonces se dio cuenta de que ya no tenía el balón en sus manos, sino que lo tenía Pulgarcito.
—¿Buscabas esto?
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